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El caso de la torre

  • Foto del escritor: Patricio Perez Mainero
    Patricio Perez Mainero
  • 28 ene 2018
  • 4 Min. de lectura

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Aquel día fatídico no auguraba ser diferente a cualquier otro en la torre. Amanecimos con el cantar del gallo todos, a excepción de los devotos. Esos seres me generan una fascinación inmensa, ¿saben? Tal vez porque aquella fe divina que no termino de entender les confería el poder de burlar a Morfeo, cosa que tanto anhelaba para poder descansar más conscientemente, aunque fuera menos. Siempre que me he cruzado con uno, sin embargo, su cara sufriente no coincidía con sus animosas palabras, y llegaban a generarle a uno pena. Aquella mañana casualmente me crucé con el Señor (pues todos los devotos son señores, tal que así es la voluntad de dios) Mario Benedicto, y lo primero que se me cruzó por la cabeza al ver sus arrugas tan vivas y sus canas tan blancas, es que la astucia de Ades es mayor a la de cualquier otro ser divino.

Mi trabajo en la torre era, además de vigilar, como todos, a todos, la de garantizarme que los pecadores no ocultaran herejías en sus cuartos. En realidad, solo hacía esto con los herejes que alguna vez fueron cercanos, como Benjamín. Oh, que pena lo de aquél muchacho, tan ilustrado y gentilhombre, cuanto cariño le profesaba antes de que se le descubriera portando un objeto prohibido. Y ahora tenía prohibido dirigirse a él, o al menos en la praxis así era, pues nunca formalmente lo comunicó a ningún devoto. Sin embargo, ninguna persona decente y recta, en su sano juicio, hablaría con esos seres inhumanos; la base decadente de la jerarquía de la torre.

Ese martes, pues bien recuerdo que era martes, mis órdenes del Señor Julián de Hoz eran diferentes. En esta ocasión, al igual que ya había hecho en varias ocasiones previamente, debía revisar habitaciones de mis pares. Se me había dejado solo para cumplir mi operación en el tercer piso. La rutina a llevar a cabo en cuartos de los pacientes era la misma que con los pecadores, pero al tratarse muchas veces de mis amigos, las primeras veces que lo hice me fue difícil. Tuve que entrenarme mucho en el fino arte de la apatía, guiado por los más fieles devotos que alguna vez conocí, para poder entrar hasta incluso en la habitación de mi madre dispuesto a denunciarla. Fue una tarea de dimensiones colosales, pero puedo decir, aunque sea con menos orgullo que en ese entonces, que lo logré con méritos.

Inicié mi labor entrando al primero de los seis cuartos y, como si se tratara de algún ritual de esos que cada uno tiene, me puse a revisar el monedero, que solo contenía cinco monedas de oro. Luego, tocaba el mobiliario que estaba compuesto de una cama y un escritorio pagado a una cómoda, al igual que todos los cuartos de los pacientes. No había nada allí salvo ropa y una petaca de licor casero. Seguí con el segundo cuarto, y fue lo mismo. El tercero igual. En el cuarto, sin embargo, paso algo que me dejo atónito. Al parecer, su dueña se había llevado su monedero. ¿Qué señal más clara necesita alguien que la dicha para saber que una persona oculta algo? A esta Malinche la irían a visitar para pedrile explicaciones, eso era seguro.

Continué mi travesía, y en la quinta habitación no encontré nada fuera de lo normal. Así pues, solo quedaba la última habitación. Fue una escena horrorosa la que viví allí. Abrí la puerta de madera con un gran esfuerzo, puesto a que la humedad había hinchado la madera y la hacía arrastrarse contra el piso. Aquella habitación poseía un olor familiar, pero diferente al del resto de los cuartos. Abrí la cómoda en busca del monedero del inquilino, y lo encontré con facilidad. Lo abrí y volqué el contenido en el escritorio. Mi mirada se tornó horrorizada al observar su contenido caer. Dos monedas de oro creo que había, pero no lo recuerdo. Será porque mi mente se quedó concentrada en aquella moneda de madera tallada con tal detalle. Había cazado a un pecador.

Fui con jubilo a ver al Señor Julián de Hoz, y lleno de orgullo en mi pecho le dije “He descubierto la máxima prueba de corrupción de la esencia del hombre en la habitación de Santomé” Y deje la moneda sobre una mesa que había allí. Examina con cara seria el objeto en cuestión, me sonrió y me dijo “Ya veo”. Acto seguido, hizo una seña y dos pacientes como yo me agarraron de mis brazos, me obligaron a arrodillarme mientras con un cuchillo un tercero me despojaba de mi ropa. El Señor, me miro sereno.

-Santomé, -me dijo- has pecado y deshonrado a dios, por lo que en nombre de él te despojo de tu rango y tus pertenencias.

Mientras me retiraban a la fuerza de aquella sala el levantó sus brazos y se le cayo entonces algo del bolsillo. Tanto yo como mis pares nos percatamos que era una moneda de madera calco de la misma que había entregado a él previamente, pero a ninguno de ellos le importó y me llevaron a la celda que antes llamaba cuarto cuando lo revisaba, no siendo más que otro Benjamín.

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A quien sea que lea esto, espero que tenga un lindo día.

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