Experiencia sobre ruedas
- Patricio Perez Mainero
- 3 may 2018
- 4 Min. de lectura
Este no va a ser uno de esos cuentos que suelo escribir, pero no me quedan dudas de que, aún haciendo esta introducción, más de uno va a pensar eso, seguramente por el carácter delirante de la vida moderna y, sobre todo, de nuestra sociedad marplatense.
El punto es que, como ya saben muchos de los que estén leyendo (por el alcance que tiene lo que escribo, dudo que llegue a muchos extraños a mi persona este texto), hace cosa de unos dos meses que estoy usando silla de ruedas por un esguince en una pierna y una fractura en la otra que me ocasione saltando de noche por la zona de los “hongos” de la Plaza Mitre. Para los que no los conocen, basta indicar que son unas estructuras de cemento de 60 centímetros de alto, con una función incierta pero una similaridad muy grande con aquello de lo que toma el nombre. Si aún siguen sin ubicarlos, vayan a Colón y Bartolomé Mitre y caminen para el lado de la estatua hasta estar unos pasos antes de pasar la oficina de la policía local (o lo que sea eso que, estoy seguro, cumple su función menos que los hongos).
En cualquier caso, se podrán dar cuenta que si me lesioné fue por imbécil, y asumo toda responsabilidad. Asimismo, pido perdón por las molestias que ocasione a otros derivado de esta situación. Sin embargo, no duden ni un instante cuando afirmo que, por más de merecer un castigo por tal muestra de idiotez, lo que me toca sufrir ya ha rebasado los límites de lo coherente, y alcanza el punto de lo humanamente tolerable.
Verán, mis primeros días en silla de ruedas fueron marcados por un profundo temor al rechazo social y a mi incapacidad. Sentía que entraba en un círculo vicioso donde la gente me ignoraría y despreciaría por no poder hacer cosas y, en vista de no tener a nadie que me ayude , no poder hacer cosas en efecto. Este prejuicio se disipó relativamente rápido: la gente me dejaba pasar antes a los ascensores, me ayudaban con los escalones cuando no había otra forma de pasar en vistas de la falta de infraestructura y planificación urbanística, me preguntaban de qué forma podrían ayudarme, etcétera. De hecho, nunca me había sentido tan respaldado por el género humano como hasta que empecé a estar discapacitado motrizmente. ¿Se dan cuenta lo asquerosos que somos como sociedad? ¡Y encima esa gente debe haberse ido después de ayudarme sintiéndose grandes filántropos! Que horror…
De todas formas, a lo que trataba de llegar es que al comienzo me gratificó darme cuenta de que podía contar con la gente, aunque sea por una creencia estúpida de que mi condición me hace minusválido y esto los ata moralmente a tratar de ayudarme desde su autoproclamada, de forma implícita pero hecho al fin, superioridad. Aún así, algo empezó a tornarse raro. Creo que lo que me hizo percatarme de esto fue cuando un mozo me ofreció ponerme él el azúcar al café, porque al parecer mis piernas lastimadas me impiden mover correctamente el brazo. Después de negarme extrañado, me convencí inmediatamente que me encontraba en presencia de un loco, y seguí con mi vida de lisiado con la normalidad que le es propia, mas no tardaría en darme cuenta que este fue el primero de varios ofrecimientos hilarantes y sin sentido. Qué si necesitaba que me ayudarán a cepillarme los dientes; que si requería que teclearan por mí en la computadora; que si podían asistirme y pagar mis impuestos; que si acaso no precisaba que me masturbaran (aunque debo confesar, entre ustedes y yo, que aquél ser angelical que me lo propuso me excitaba demasiado, y tal vez me generaba hasta algo de morbo, como para no permitirle expiar su conciencia mediante auxiliar a este pobre ser en tal marginal situación). En fin, al parecer si Dumbo hubiera nacido hoy en día no solo no le pedirían que vuele con sus orejas sino que además le ofrecerían que no se preocupe por moverse, alimentarse o siquiera ser un elefante.
Sin embargo, el colmo de la situación llegó en una farmacia ayer. Yo estaba haciendo la cola de la caja para comprar una pastillas que me recetó el médico para mejorar mi recuperación que no recuerdo ni qué droga es ni cuál se supone es su accionar porque me parecía más interesante que escucharlo ver cómo se veía mi pierna enyesada. A todo esto venía irritado por situaciones del calibre de las antes descritas que me venían pasando a lo largo de la jornada. Y entonces, cuando me toca el turno de abonar, un señor muy viejo con bastón me dice: “Joven, ¿desea que lo ayude? Yo le digo con cual billetes debe pagar.” ¿Entienden eso? Esa persona que me cuadruplicaba en edad, cuya vida ya carecía de interés que no fuera arqueológico me viene a decir eso a mí. ¡A un estudiante avanzado de la carrera de contaduría! ¿Qué clase de criatura infrahumana intelectualmente creerá que soy por estar postrado en una silla temporalmente?
Si este texto llega a sus manos, espero que les sirva para reflexionar acerca de la diferencia entre ayudar a alguien y subestimar a alguien. Que les sirva para entender que no hay dios que pueda existir que vaya a expiar sus pecados por, irónicamente, pecar de vanidad. Y sobre todo… no, ¿saben qué? Si no me rompen las pelotas y me dejan vivir mi vida y solo me ofrecen darme una mano cuando no puedo subir al colectivo estoy conforme.
Me sorprendés todos los días.