Gudang
- Patricio Perez Mainero
- 4 ene 2018
- 6 Min. de lectura

“Habrá sido cuando tenía treinta años. Hacía varios días ya que andaba con ganas de fumar. Tarkovsky me había tentado, por lo que me hizo reconocerlo como un gran cineasta, además de por esos planos con espejos y el juego entre colores y planos en blanco y negro. Cuando volvía de haber ido a leer a la costa, después de meditar con mi moral, paré en el kiosco de Strobel a comprar un atado de Gudang Garam, unos cigarrillos de importación, si no me equivoco de Indonesia. La presentación, salvo por la desagradable figura de un pulmón que el gobierno insiste en obligarme a ver, era preciosa. Su contenido tenía un aroma similar al de ciertos chicles muy azucarados que vienen en tiras planas, lo que me llevó a comparar a aquel producto a base de tabaco y más químicos de los que llego a entender cómo pueden mezclarse con una golosina. Efectivamente tienen sus similitudes. Recordé pues entonces la última vez que había fumado, que debía ser entre uno o dos meses antes de aquel momento. No soy de fumar muy seguido, puesto a qué toda actividad que te dañe al mismo tiempo que te llene debe ser realizada a discreción para protegerse. Mientras anotaba la experiencia hasta ese momento en una libreta que tenía, por simple curiosidad de en qué podría llegar a terminar un texto al respecto, abrí el paquete y me lleve un cigarrillo a la boca. El sabor que dejaba en los labios, aún antes de encenderlo, era dulce. Ni bien terminé de anotar lo vivido hasta ese momento, me dispuse a llevarme un reproductor de discos que tenía afuera junto con la libreta y registrar lo que me iba pasando. Creo que fue Silvio Rodriguez el que acompaño con su guitarra, pero debería revisar. La primera pitada fue un reencuentro desbordando de nostalgia. Esa fue una de las primeras veces que fumaba sin estar nervioso, y por lo tanto era una experiencia nueva para mí en algún punto. Me puse a anotar algo sobre lo interesante que me resultaba como una misma acción, realizada en un cierto estado, variaba diametralmente con si misma pero con un uno diferente. Cuando termine de escribir esto fue que le empecé a dar más importancia al humo, que resultaba hipnótico por lo general pero el viento no me lo dejaba apreciar. Así, me consumí el cigarrillo en desvaríos acerca de si mi forma de fumar era la más placentera o si debía experimentar que pasaba si dejaba el humo reposar tranquilo en mi boca, pero esta reflexión se vio interrumpida cuando el sabor se empezó a tornar amargo y disgustaste. Automáticamente me puse a pensar en los químicos tóxicos: la caja advertía sobre el uso de cuatro mil de estas sustancias y ya la comparación con un caramelo me resulto insostenible (por más que la vuelva a formular cada vez que comienzo este ritual de fumar) y me asquee. Solo seguía fumando porque me mantenía calientes los labios, puesto a que el frió del parque me congelaba. Sin embargo, no duro mucho más llegado a este punto, y una vez que alcanzó su fin, prevaleció la nada. Después de terminado un cigarrillo solo queda cierto dulzor en los labios.”
El café en el que se encontraban estaba ubicado frente a la terminal de ómnibus de la ciudad, y nada invitaba a los transeúntes a entrar en él. Su fachada era antigua y para nada atractiva, el color amarillo gastado de las paredes de afuera era repulsivo y las ventanas estaban mugrientas. Tras ellas se veía un televisor antiguo colgado en una pared que en ese momento estaba emitiendo el gol que acababa de convertir un delantero de River Plate en el superclásico. Para sus adentros, Pablo reafirmó que nunca más volvería ir a ese lugar, puesto a que le desagradaba mucho el griterío de aquellos cuatro borrachos, al parecer hinchas del equipo que subía un punto en el marcador, que estaban terminando la sexta botella de cerveza. Seguramente esto le irritaba más por lo anticlimático que era para hablar con Paula, que ahora se encontraba con los ojos llorosos.
“No puedo creer que estés comparando lo que vivimos con semejante trivialidad, y menos aún que me digas que soy como un cigarrillo para vos.” sentenció ella, y Pablo no pudo sino levantar los hombros en forma de afirmación. “Si los efectos que produce el tabaco en un organismo son análogos a los efectos que produce el amor en mi ser, no veo por qué es tan terrible lo que dije.” respondió él, y acabó de un sorbo lo que le restaba de soda. El ambiente, pesé a los cuatro idiotas, era tenso, y eso lo percibía hasta la mesera, que no se animaba a ofrecerles la cuenta por más que hacía rato largo que habían terminado sus respectivos cafés. Pablo, pese a todo, estaba bastante tranquilo. Él no había planteado ninguna locura, y no consideraba que fuera tan terrible entender que las relaciones humanas dan pero también quitan. Quizás esperaba ver a la Paula de la facultad ese día en el café, con sus inmensos conocimientos y su mirada crítica. O tal vez a la Paula que compartió su cama más de una vez con él, con sus intentos de comprender al mundo por las más delirantes teorías, formuladas a partir de los aportes de ambos luego de haber tenido sexo, o simplemente haber estado abrazados un rato. Pero no, frente a él estaba una mujer que era extremadamente delicada emocionalmente, la cual pretendía ser tratada con compasión y los máximos cuidado, y a él le parecía tan, pero tan ridículo esperar eso al hablar sobre una separación que ella había expresado necesitar pero ya ambos anticipaban en las últimas semanas.
Los ojos de ella se cerraron, la respiración se le alteró y sollozó “Sos un sorete, Pablo.” antes de quebrar en llanto. Él espero unos segundos, esperando que se calmara, cosa que no pasó. Ante el balbuceo de los ebrios porque la pelota había pegado en el palo, y que Paula no daba señales de calmarse, empezó a exasperarse. Decidió la opción más sencilla, le respondió “No, solo soy yo.”, le dejo en la mesa los treinta y cinco pesos del café junto con un paquete de pañuelos y se levantó. Al salir afuera, respiró hondamente: bajo la luz de la luna, por fin se sentía libre y tranquilo. Encaró por San Juan para el lado de Av. Libertad varias cuadras hasta llegar a Ayacucho y se paró en la esquina de una verdulería. Ahí sí se podía estar, al abrazo del silencio y de la oscuridad, con una parada del 42 a la vista frente a una farmacia. Decidió prenderse un cigarrillo, puesto a que hacía tres meses no se daba el gusto y la situación vivida lo había dejado tenso. No es de extrañar, tal vez por esto, que mientras maldecía la situación vivida, Pablo pitara con nerviosismo y desesperación, como si se tratase de un trago de agua cada pitada para aquel caminante del desierto de Mar del Plata. Para cuando se había consumido la mitad y el fuego seguía hambriento, ya él se había calmado, o al menos lo suficiente para caer en la cuenta de que había alguien en aquella parada de colectivo tan deshabitada por lo general a esas horas de la noche. Se quedó mirándolo un rato, y en cierto momento se percató de que aquél sujeto correspondía a su mirada con una igual. Le sorprendió mucho esto, y atónito quedo cuando vio que él que ahora podía distinguir que era un señor de unos sesenta años que se le acercaba. Se tensó su ser como un resorte, volviendo a su estado previo a salir de aquel café. Sin embargo, su miedo de que fuera un asalto al amparo de la oscuridad se disipó cuando escucho un “Discúlpame pibe, ¿te puedo pedir si me das un pucho?”. Para sus adentros se rió de ser tan cagón, se excusó con el hombre diciendo que ese era su último cigarro, pero le ofreció una pitada, la cual aceptó. “Un ave de paso” pensó mientras saciaba parcialmente su necesidad aquél señor, reafirmando la idea que le había expuesto a Paula hacía quince minutos. Llegaría a su casa y escucharía Sabina un rato hasta caer rendido por el cansancio, eso lo tenía claro. Estuvieron un rato hablando ambos, con la colilla restante decorando ahora las baldosas de la calle. De pronto, una luz roja se vio venir de la dirección por donde antes había venido Pablo y el caballero largo a la carrera a la parada para llegar a frenar el colectivo, y una vez se fueron ambos, Pablo sacó la caja de cigarrillos dorada y roja. Le quedaba solo uno, el que no había estado dispuesto a compartir con quien ahora iba por Ituzaingó arriba de un mercedes con un chofer que, visto a la demanda de transporte público de la noche de los martes, era prácticamente privado. “El sabor amargo que deja un cigarrillo lo puede sacar fumar otro” pensó, y agarró el que le quedaba. Sin embargo, se detuvo en seco, lo guardó nuevamente y se dijo a sí mismo “El tiempo y otro café también lo harían, no tiene mucho sentido desperdiciarlo”. Acto seguido, se sonó el cuello y empezó a caminar en dirección a Constitución hasta que la oscuridad lo cubrió con su velo.
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