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Reporte de situación sobre la sobreinterpretación

  • Foto del escritor: Patricio Perez Mainero
    Patricio Perez Mainero
  • 27 nov 2018
  • 5 Min. de lectura

Desde que Julián había logrado conseguir la libertad condicional, lo iba a visitar todos los miércoles y sábados a la tarde al taller donde trabajaba y tomábamos mates. Hacía demasiados meses que no teníamos ese momento tan íntimo, de putearnos y reírnos mientras yo le cebaba y el revisaba un motor o la caja de cambios de un auto. Generalmente solíamos hablar de como andaba la cosa por la calle, y en estos días iba todo peor que cuando el cayo en cana por cubrir al hijo por el robo de una moto. Matías tenía 17 años, y no lo había hecho por necesidad. Tampoco es que nada le faltase, pero no llegaba a dimensionar lo que realmente era la falta. Julián de pibe había salido a afanar, y, si bien nunca lo confesó, se cree por el barrio que tuvo que tirar a matar a más de un policía. Eso explicaba perfectamente porque dejo Olavarría y nunca había querido volver. Lo debían tener fichado a la espera de hacerlo mierda de una forma tortuosa y ejemplar. Desde que lo conocí que trabajaba en aquel taller de Warnes y ya tenía familia. No había vuelto a robar más que comida desde su fuga, eso era seguro.

Tal vez por todo eso que cuento es que me impacto mucho darme cuenta que su estadía en la cárcel lo había dejado reflexivo. Cada vez que lo iba a visitar iba dándome cuenta poco a poco que traía a colación las anécdotas de como algunos de los convictos con los que convivió esos seis meses habían terminado ahí, y en más de una situación pareciera hablar con bronca, como quien presencia una injusticia. No digo que no fuera el caso. Y es que si la necesidad te empuja sin dejarte ver a dónde vas hasta que te trabaste en el callejón sin salida donde te esperan dos oficiales que te amenazan con matarte si no haces lo que te dicen, y de ahí terminar en una celda de dos por dos sin mayor contención que la de una manta sucia, no se puede decir que realmente exista algo tal como la justicia. Sin embargo, el tono en su voz era nuevo. Las expresiones eran nuevas. No estaba viendo algo que estaba mal y aceptándolo como era, como hizo hasta el día que me planteo que se iba a ir a entregar por su nene para que no tuviera antecedentes por una pelotudez que hizo de inconsciente. Algo era diferente.

Al mes me delató algo que me sorprendió infinitamente. Me comentó que cuando estaba en el penal, conoció a un vago llamado Carlos que tendría mi edad (ósea, unos 26 años) y que le había propuesto un plan perfecto. Un joyero que vivía en Quilmes se había muerto hace dos años, y su hijo estaba guiando la tienda del padre ubicada en el barrio de Once. El pibe era un malnacido, que antes de heredar el negocio se dedicaba a estafar a pibas adolescentes que buscaban la fama fácil como artistas pop para que terminaran protagonizando películas pornográficas a espaldas de los padres. La hija de Carlos había sufrido esto, y él había terminado preso por amenazar de muerte al flaco este, pero al parecer seguía en la misma hasta que pudo quedarse con la plata del padre.

- ¿Y a donde conduce toda esta anécdota?

-A que habíamos diagramado un plan ahí dentro perfecto para desvalijar a ese sorete.

Y cuando dijo eso se le iluminaron los ojos. Nunca lo había visto así a Julián. Parecía un pendejo idealista. Creo que ese brillo debió haber tenido Robin Hood cuando se imagino por primera vez robar para repartir. Pero el plan no tenía un fin solidario. Ni mucho menos. El objetivo eran los ahorros de la vida del difunto para repartir entre dos con el fin de que no lo tuviera un idiota. Y desde esa vez que me confesó eso, cada ves que lo iba a ver me contaba más detalles, como el mapa del emporio donde estaba la guita, o los días y horarios donde no había guardias. Una vez, me pudo el bicho de la curiosidad y lo interpelé:

-Todo este plan significa que apenas Carlos salga lo van a llevar a cabo, ¿no?

-Nada que ver. Tristemente, a él lo terminaron limpiando a los pocos días de que me dejaran salir. Supuestamente fue por una deuda, pero no me sorprendería que este pibe hubiera pagado para que se lo saquen de encima.

- ¿Y entonces? ¿Lo vas a hacer solo?

-No estoy en condiciones de hacer nada de eso yo. No te confundas, si fuera diez años más jóvenes sería otra cosa. No sé, nunca estuve tan seguro de querer hacer algo, pero hay cosas que no se pueden. Y lo que no se puede, no se puede.

Y tras esa frase la cara se le transfiguró a una equivalente a la de alguien nostálgico que no tiene nada que perder. No puedo explicar la tristeza que me causaba eso. Creo que esa expresión apagada me impulsó a tomar la decisión. El último sábado de agosto no fui a tomar mates con Julián, y caí recién cuando salía de trabajar. Él no entendía nada, pero se subió a mi auto y ahí le expliqué que íbamos a cumplir el plan de Carlos y él se iba a quedar con toda la plata para que Matías tenga un futuro. Cuando terminé de expresárselo, sentí su mirada penetrar mi ser y escucharla claramente bastardeándome. No entendí que pasaba, pero no hice caso hasta que llegamos a la joyería. Ahí, antes de notificarle que la pistola y el pasamontañas estaban en la guantera, le pregunté por qué carajos estaba así.

-Además de que me acabo de dar cuenta de lo idiota que sos, nada. Escuchame una cosa, pajero. ¿Vos pensás que te cuento lo que me pasa para que vos vengas a hacer de guionista para que los cumpla? ¿No entendiste nada acaso? Te conté de mis sueños y mis planes porque confío en tu capacidad de escucharme y de acompañarme, pero nadie te pidió que te metieras con mi vida. Ahora, arrancá el auto antes de que mi mujer y mi hijo se preocupen porque estoy llegando tarde, pajero.

No lograba asimilar lo que pasaba. Yo había hecho un esfuerzo increíble para retener los detalles de su plan y conseguir los elementos para realizarlo, y me sentía ahí, totalmente despreciado. Sentía bronca. No podía sentirme más humillado. No podía demostrarlo, pero mi confianza en mí mismo se había desvanecido. Julián tenía razón en todo lo que había dicho, pero me negaba a aceptarlo. No. No con lo que me costó. No con lo que me importaba él. Entonces, me decidí bajar del auto yo solo con el revolver que tenía debajo de mi asiento y tomar el toro por las astas. Sin embargo, un grito en seco de la esquina me detuvo. No podía ser de otra forma el infortunio. Un policía me vio con el arma. No tenía ya control de mi mismo. Apunté, y el pibe se paralizó de miedo. Escuché otro grito, esta vez de mi compañero de tantos mates. Me estaba apuntando él a mí y me dijo que soltara el arma. Me estaba traicionando. Así lo sentí. Tenía al cana delante mío, y de pronto, escucho el sonido inconfundible de un seguro del caño que le había dado a mi hasta entonces amigo desactivándose. No dude, y gatillé al pendejo que estaba delante de mí. Apenas lo hice, una fuerza imparable me empujó la cabeza contra la pared y luego me caí al piso. Julián tenía muy buena puntería para no haber matado nunca a nadie. Lo poco que recuerdo después es verlo corriendo, y escuchar un nombre que ocupó el lugar del zumbido producto de la lesión mortal: Matías.

 
 
 

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A quien sea que lea esto, espero que tenga un lindo día.

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