Uróboro del afligido
- Patricio Perez Mainero
- 11 ene 2018
- 4 Min. de lectura

Parece que estoy atrapado en un bucle. Estoy en un bar, viendo a algunos conocidos jugar al Pool. Hace cosa de quince minutos están atascados con la bola negra y dos rayadas, la amarilla y la roja. Lo único que cambia es la posición de las bochas y los jugadores. Por otra parte, si miro a mi izquierda veo unas cuarenta personas que parecen una multitud por el tamaño del bar, mirando a una banda que toca mil géneros y logran que todos suenen iguales. Sin embargo, esto es nada más un decorado, como la escenografía de una obra de teatro. En esta, el actor principal es Apolo, una clase de celebridad de estos lares. El susodicho tiene una larga lista de hitos que lo han hecho merecedor de su fama, pues es el mercader popular de sustancias, principal intérprete de sus abusos, referente en la lascivia y la promiscuidad, exponente de la violencia del drogado y, pese a todo lo que dije, alguien increíblemente cordial y con el que es ameno estar. Tal vez por esto último mi odio se intensifica, pero está claro que no surge sino de la muerte de mi hermana. ¿Y por qué? Por el creciente rumor de que el la violó y asesinó. De solo pensarlo se me acelera el pulso y mi mirada se torna oscura, según me dijeron mis amigos, o al menos los pocos que me quedan. Estas situaciones límites tal vez empujen a una mayoría a aferrarse a sus afectos tanto como puedan, pero soy incapaz de esto. Es de mal gusto, hasta morboso, querer arrojarme a ellos cuando los quiero ver arder junto al mundo. El odio se expande, e invade a todo lo que mis sentidos toca. Lo contamina y lo pudre. Necesito evacuarlo, y lo voy a hacer. Veo a Apolo, y me acero. Lo agarro del cuello con toda violencia y lo increpó. “¿Vos mataste a Ana?”. El sonido de la bola blanca saltando fuera del tapete me despierta de la fantasía. Sigue habiendo tres pelotas. Realmente son un desastre, pero creo que yo debo ser peor. Mejor no probar. O si, solo para tener un palo para partir en la cabeza de aquel simio empepado que empezaba a saltar a mi derecha. ¿Como podía resultarme tan agradable el presunto asesino de mi hermanita? Recuerdo su cadaver en el cajón, sus ojos inexpresivos que ya no son suyos sino que lo eran, la ausencia de su ser y el frío. Las lágrimas recorren mis ojos, los cierro y de la nada siento que alguien apoya su mano en mi hombro. "¿Todo bien, chabón?” Abro los ojos y era él. Y no, no estaba todo bien, y en mis ojos solo había odio, y agarre un cuchillo de la mesa contigua y se lo apoyé contra la garganta, lo empujé con la pared y lo increpé. En sus ojos se veía perdido por el ácido, pero también en algo por la situación. Le pegue un rodillazo en donde no dude le iba a doler y un golpe seco en su nariz para que se acomodara. “¿Vos mataste a Ana?”. Escucho su risa, y luego su voz “Boludo, ¿con que te diste para terminar tan dado vuelta?”. Sigue la música, sigue la partida de billar con sus tres bolas en otra posición y sigue Apolo abollado en mi hombro. Le respondo que estoy cansado, nada más, y él se vuelve a reír. Después me tira un comentario sobre que bien que sonaría la banda que está tocando si tuviera un saxo. Coincido totalmente y se lo hago saber. Me da unas palmadas al hombro y se da vuelta. Reviso mi bolsillo derecho del jean. Si, traje mi navaja. La saco y abro su hoja, la toco con el dedo índice de la mano izquierda en la punta y el filo para ver si cortaba. Un hilo rojo que baja hasta mi mano lo confirma. Voy caminando directo a mi victima, le toco el hombro, se da vuelta y una estocada le atraviesa el estómago. “Esto es por Ana, pedazo de mierda”. Me mira como si no entendiera, y en represalia a eso vuelvo a apuñalar su panza. Y otra vez. Y otra. Solo después de ella, con su remera negra ahora teñida de rojo, me contesta “Pero si yo no hice nada”. No podría estar mintiendo; no en ese estado. ¡La re puta que me parió! No puedo creer que ahora no tengo ni pista de quien fue, y encima todos me vieron atacar salvajemente a un héroe de esta selva fétida. Mi odio por Apolo aumenta, así que ante la amenaza de los guardias que se me están acercando mientras la música no para por la dureza de los intérpretes me decido a terminar mi trabajo. La escena es digna de una estatua. Él estaba de rodillas, mirando su sangre salir a borbotones. Saco el cuchillo enterrado en su panza, levantó su cabeza agarrándolo de los pelos y cortó su cuello. Suelto su cabeza y el cuchillo, y su cuerpo se cae para la derecha. Ya no tiene vida. Un guardia me agarra por la espalda y me tira para atrás, de forma que la luz blanca del techo me encandila. ¿Ahora que pasará? Todo es incertidumbre por unos eternos instantes, hasta que escucho el grito de uno de los más íntimos amigos del fallecido y siento queen mi estomago se quiebra un taco de los del pool. El dolor me obliga a enderezarme como si no estuviera agarrado por nadie, y el sonido me aturde, al punto que siento repiqueteos de aquel impacto. Abro los ojos, a mi izquierda todo el mundo aplaude a la banda, que se dispone a tocar otro tema. Al frente mío, las bolas negra, blanca y rayadas amarilla y roja están en otra posición, con mis conocidos mirándolas fijamente. Parece que estoy atrapado en un bucle.
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